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A los muertos destinados al Mictlan se les solía amortajar en cuclillas, envolviéndolos bien con mantas y papeles y liándolos fuertemente. Antes de quemar el bulto mortuorio, se ponía en la boca del difunto una piedrecilla (de jade, si se trataba de un noble); esa pequeña piedra simbolizaba su corazón y le era puesta en la boca para que pudiera dejarla como prenda en la séptima región del inframundo, donde se pensaba que había fieras que devoraban los corazones humanos. Asimismo, ponían entre las mortajas un jarrito con agua, que había de servirle para el camino. Sus prendas y atavíos eran quemados para que con ese fuego venciera el frío a que tenía que enfrentarse en una de las regiones del más allá donde el viento era tan violento que cortaba como una navaja.

 

La abundancia de papel que se empleaba en el amortajamiento le habría de servir para superar otra de las pruebas: el paso entre dos montañas que se juntaban impidiendo el tránsito. También se le entregaban al difunto algunos objetos de valor para que los obsequiara a Mictlantecuhtli o a Mictecacíhuatl, señor y señora de los muertos, al Ilegar a la última etapa de su accidentado viaje. Tocaba a los ancianos dirigir las ceremonias fúnebres, desde el amortajamiento ritual hasta la incineración del cadáver y el entierro de las cenizas. Todo se Llevaba a cabo en medio de fórmulas mágicas y recomendaciones al difunto para que acertara en sus pasos por el más allá.

 

Después de la incineración, que se cumplía entonando cánticos, los ancianos rociaban con agua los residuos humanos; los colocaban en una urna y los enterraban en alguno de los cuartos de la casa, sin omitir la piedrecilla que le habían puesto en la boca al difunto, ofrendas varias y el infaltable perrito que habría de ayudar a su amo en su viaje por ultratumba.

 

Los informantes de Sahagún refirieron que era costumbre poner todos los días ofrendas en el lugar donde estaban enterrados los huesos de los muertos. Creemos que tal afirmación no se debe tomar al pie de la letra, pero pone muy de relieve el culto y atenciones de que eran objeto los difuntos. Ciertamente, las ofrendas eran obligatorias a los ochenta días de la muerte, y cada año hasta cumplirse los cuatro que duraba el viaje al Mictlan. Eso, independientemente de las fiestas que el calendario ceremonial establecía para el culto de los muertos. Bastaría recordar que el sexto día de los veinte que constituyen la división básica del calendario azteca Llevaba el nombre de Miquiztli (muerte), y que el noveno y décimo meses de los 18 que tiene el año náhuatl estaban dedicados al culto de los muertos, primero de los niños y luego de los adultos.

 

Volviendo un poco a lo que señalábamos acerca de los entierros, conviene aclarar que las cenizas y huesos de los nobles no eran enterrados en un aposento cualquiera, sino en lugar sagrado, por lo general en las proximidades de un templo. El aparato ritual en esos casos era mucho más complicado, e implicaba la muerte de numerosos esclavos. Bernardino de Sahagún lo consigna en estos términos: «y así también mataban veinte esclavos y otras veinte esclavas, porque decían que como en este mundo habían servido a su amo asimismo han de servir en el infierno; y el día que quemaban al señor luego mataban a los esclavos y esclavas con saetas..., y no los quemaban juntamente con el señor sino en otra parte los enterraban» (3).

 

Todo lo apuntado en los párrafos anteriores sobre ritos funerarios, se refiere sólo a los muertos destinados al Mictlan, los únicos cuyos cuerpos eran quemados. De los destinados al Tlalocan, Sahagún dice expresamente que «no los quemaban sino enterraban los cuerpos de los dichos enfermos y les ponían semillas de bledos entre las quijadas, sobre el rostro, y más poníanles color de azul en la frente, con papeles cortados, y más en el colodrillo poníanlos otros papeles, y los vestían con papeles y en la mano una vara» (4). Dicha vara era una rama seca que se enterraba juntamente con el cadáver, en la convicción de que, llegando el difunto al Tlalocan, aquella rama reverdecería en señal de haber sido aceptado su portador en el paraíso de Tláloc.

 

En las honras fúnebres y entierros de las mujeres muertas en parto había aspectos muy peculiares: después de múltiples abluciones al cadáver de la mocihuaquetzqui (mujer valiente), se le vestía con sus mejores galas y, llegada la hora del entierro, que se hacía a la puesta del sol, el marido la Llevaba a cuestas hasta el patio del templo dedicado a las cihuateteo, donde habría de ser sepultada.

 

Formaban el cortejo fúnebre los parientes y amigos de la muerta, armados todos «con rodelas y espadas y dando voces como cuando vocean los soldados al tiempo de acometer a los enemigos». Tales actitudes, además de rituales, tenían una función práctica, pues debían defenderse de los guerreros jóvenes, que irrumpían contra el cortejo fúnebre con el propósito de apoderarse del cadáver y cortarle el dedo central de la mano izquierda y los cabellos, prendas a las que atribuían poder mágico para adquirir valor en la lucha e infundirles miedo a los enemigos. También los salteadores -por motivos parecidos- procuraban hacerse del cadáver para cortarle el brazo izquierdo. Por eso el marido y otros deudos de la difunta, durante cuatro noches seguían velando en el lugar donde se había hecho el entierro.

 

(3) Sahagún, op. cit., Tomo I, p. 293.

(4) Sahagún, op. cit., Tomo I, p. 297.

 

El ceremonial luctuoso para los guerreros caídos en la lucha era aún más complicado, abundando las fórmulas laudatorias y concluyendo, antes del entierro, con la quema de una figura de palo representando al difunto con todas sus insignias.

Por lo que se refiere al cuerpo de los sacrificados, los testimonios son variados y hasta cierto punto contradictorios. 

 

Conviene precisar dos cosas:

 

1. La práctica de la decapitación después del sacrificio era muy habitual; la cabeza de la víctima solía ser destinada al Tzompantli, monumento fúnebre donde se exponían los cráneos de los sacrificios.



2. El discutido recurso al canibalismo. Es verdad que en determinadas ocasiones algunas partes del sacrificado eran comidas. Pero hay que decir que en esos casos se trataba de un canibalismo meramente ritual. Como aclara Alfonso Caso, «el canibalismo azteca era un rito, que se efectuaba como una ceremonia religiosa, a tal punto que el que había capturado al prisionero no podía comer su carne, pues lo consideraba como su hijo. No hay que olvidar que para los aztecas las víctimas humanas eran la encarnación de los dioses a los que representaban y cuyos atavíos llevaban, y al comer su carne practicaban una especie de comunión con la divinidad...» (5).



Para abundar en el argumento de Alfonso Caso, tengamos presente que, en efecto, no pocas veces el sacrificado era al mismo tiempo ofrenda y representación del dios. James George Frazer recuerda como el más notable ejemplo universal entre los ritos de sacrificio humano del dios, el festival Llamado Toxcatl, el mayor del año mexicano: «sacrificaban anualmente a un joven en el carácter de Tezcatlipoca, 'dios de dioses', después de haber sido mantenido y adorado como aquella gran deidad en persona por un año entero» (6).
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RITOS FUNERARIOS Y SACRIFICIOS

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